Marta Suria-Vázquez es el seudónimo bajo el cual la escritora publicó su testimonio de abuso sexual infantil en Octubre del 2019.
Por instantes mi cuerpo y mi cabeza viajan a mi antigua sala de tortura: ¿Qué hubiese hecho yo si la pandemia me hubiese pillado allí? En mi caso, el confinamiento me habría despojado de los momentos de colegio, de calle y de deporte que mantenían mi cabeza a flote. Me hubiese quedado sin escapatoria. Sin aire. No puedo evitar pensar en cuantos de ellas y ellos saldrán estos días a la calle cogidos de la mano de sus torturadores… ¿conseguirán respirar? ¿Cuánto tiempo habría aguantado yo? ¿Habría tenido acceso al teléfono de la fundación ANAR? ¿Hubiese llamado? Me resulta imposible imaginar la respuesta: como tantas de nosotras, no acudí a profesores, u otros familiares ni amigos…tardé muchos años en entender y verbalizar lo que ocurría. Tampoco nadie me preguntó ni sospechó nada.
Veinte años después, por motivos legales, me muevo anónimamente por las redes, añadiendo las palabras “niñas, niños, adolescentes” en todas las publicaciones de llamamiento al apoyo contra la violencia a las mujeres, compartiendo las estadísticas, tecleando con frustración, rabia y desconsuelo. Afortunadamente, este encierro sí ha puesto de relieve la violencia machista dentro del hogar, que desgraciadamente continúa a pesar del esfuerzo de campañas y medios oficiales, así como de redes asociativas. Pero excepto las asociaciones que visibilizan y denuncian la violencia infantil, no existen campañas estatales específicas para la infancia. El anteproyecto ley de protección a la infancia y adolescencia, presentado a principios de año y que causó más revuelo por su nombre que por su contenido, parece ahora papel mojado. Al final del día, tanto los likes como algún que otro retweet aislado no causan ningún debate. Por instantes, como antaño, me falta el aire. El silencio ahonda la herida.
En estos días donde proyectar otros mundos posibles está de moda, otra forma de organizar nuestra economía y nuestra sociedad, fantaseo, por instantes, con que el Gobierno despliega todos los medios, recursos y energía de los que dispone el estado para frenar la plaga oculta del abuso sexual infantil. ¿Qué sucedería? La ingente cantidad de actuaciones necesarias destaparían años de silencio, de complicidad, de negligencias, de violencia judicial, de llamamiento por partes de asociaciones y testimonios que fueron ignoradas, de un numero mucho más elevado de víctimas que callaron por miedo, culpa, vergüenza y sus síntomas no fueron detectados. Escucharía a Pedro Sánchez — “estamos en guerra contra los abusadores sexuales, no dejaremos a nadie atrás, esta guerra la vencemos unidas”. O a Pablo Iglesias, pidiendo perdón a niños y niñas por no haberles protegido. Quizás escucharíamos a Pablo Casado llorando las cifras — “vidas truncadas para siempre” —, aunque solamente sea por su propio beneficio electoral. Seguramente habría un partido político apoyado en medios de comunicación cuestionando a las víctimas e inventando bulos para liberar a los agresores. En mi ensoñación, visualizo también, aunque con cierta irritación, que por un día todos nos convertiríamos en especialistas con medidas claras de lo qué hacer.
Pero regreso a la realidad con una profunda sensación de desamparo. ¿Qué es lo que tiene que ocurrir para que reaccionemos?, me pregunto y repregunto con la esperanza y la derrota bailando un vals en mi salón.
Me acompañan un aluvión de artículos que hacen visible lo hasta ahora invisible: las necesidades y vulnerabilidades de la infancia. Leo y escucho debates sobre su salud física y emocional, la carga escolar, las notas de final de curso, la condición de sus viviendas, la desigualdad tecnológica, y quizás en menor medida, pero no menos importante el riesgo de o existencia de pobreza y marginalidad. Incluso nos alarmamos por el incremento del ciberacoso, de pederastas que se cuelan en sus habitaciones a través de la pantalla.
Y sin embargo, apenas nos atrevemos a cuestionar la seguridad sexual dentro del hogar. En esto que te escribo, uso el “nosotros” con clara intención ya que las voces que siempre hablan son la de adultos. Aplicamos con contundencia el significado etimológico de la palabra infancia «quien no tiene habla». La pregunta es: ¿No queremos, no sabemos o no podemos? La tortura y la agresión sexual infantil es una realidad demasiado horrorosa hasta de pronunciar. Mucho más cuando se trata de la familia, el lugar sagrado, el corazón del patriarcado y el núcleo duro desde donde crecemos. La existencia del abuso intrafamiliar nos desmonta la idea del hogar seguro. El lugar al que pertenecemos.
Lo que no se nombra sí existe. Lo que no se evita, sucede. Lo que no se persigue, queda impune.
¿Qué les diremos a las niñas y niños doblemente confinados cuando de aquí a diez, veinte, treinta años busquen respuestas a su tortura y desamparo? Desde que compartí mi historia públicamente pienso mucho en una frase de Cristina Fallaras: “Cada sociedad tiene la violencia que tolera. Por eso sucede”. A una sociedad que tolera el abuso infantil los derechos de la infancia le importa una mierda.
Después de seis semanas de confinamiento el anuncio de una desescalada lenta y gradual, lo recibo con una mezcla de alivio y desmoronamiento. Este virus que ha conseguido parar el mundo, encerrarnos en casa, poner el sistema patas arriba, enfrentarnos a la fragilidad de la vida, que ha despertado tantas reflexiones sobre nuestro futuro parece no tener la fuerza suficiente para derribar el muro de la ocultación, el mayor secreto compartido.