Hay eventos en la vida de todos los seres humanos que pueden convertirse en traumáticos. Accidentes, muertes, guerras, maltrato, abusos y violaciones son posibles causas de problemas futuros, como el estrés postraumático o el estrés agudo.

Cuando hablamos de niños la cosa se complica. Las consecuencias más visibles del trauma las apreciamos en manifestaciones del tipo: pérdida de memoria, conductas disruptivas, fobias, pesadillas y flashback, hiperactividad, agresividad, evitación de los lugares que le recuerdan al incidente o déficit de atención, entre otros. Pero hay algo mucho más profundo que a veces se nos olvida y es que el cerebro del niño está en formación, y con él su personalidad y autoconcepto.

Los eventos traumáticos potentes o repetidos pueden variar la estructura de sus conexiones neuronales, activando en exceso los sistemas de alarma del cerebro (sistema emocional y sensorial) y desregulando e inhibiendo el sistema de autocontrol, es decir, aquel que necesitará para calmarse y poder guiar su conducta en el futuro. Por lo tanto, proteger al niño del trauma y sus consecuencias es una condición totalmente necesaria si queremos que nuestro hijo crezca siendo un adulto feliz.

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